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Estructuras del Castillo de la Pura y Limpia Concepción

Batería principal del Castillo (al fondo localidades de Corral-Amargos-San Carlos, bahía de Corral y Océano Pacífico)

Cada uno de los restos arqueológicos que forman parte del Museo de Sitio, constituyen en sí mismos un pedazo de historia.

Desde su fundación, en 1645, hasta su habilitación como Museo de Sitio, en 1993, el Castillo de la Pura y Limpia Concepción de Monforte de Lemos modificó el paisaje, vio construir y caer edificios tanto intramuros como en su exterior: minas, caminos, pozos, pedreros, fortines y fábricas de ladrillo se aglomeraban alrededor. Ahí, antes del cementerio mapuche, ahora la cancha de fútbol,  dicen que los fantasmas sollozan, recordando a los ancianos y lisiados que debían traer agua desde el estero La Huairona, surtiendo con mano de obra presidiaria los trabajos especializados para la gran fábrica de ladrillo, ideado por el ingeniero Juan Garland en el siglo XVIII "a medio tiro de cañón" del castillo.

Emplazado sobre una alta punta, a más de 40 m sobre el nivel del mar, estuvo rodeado por un muelle y cruzado por túneles tallados en la roca que bajaban desde el interior de la fortificación hasta la playa. Su arquitectura fue la de una laboriosa cantería que tallaba y creaba bloques de piedra cancagua y laja, los materiales constructivos identificatorios del sistema fortificado del estuario del río Valdivia, para construir un gigante bajo los preceptos de la nueva Escuela de Fortificación Permanente Abaluartada Hispano-Americana. El alerce era moneda de cambio más valiosa que el oro. Las maderas de luma, laurel y lingue se atesoraban para cureñas, ruedas, puertas y ventana. Los cipreses se convertían en barcos capaces de cruzar los mares del fin del mundo.

El sistema interconectado de fortificaciones de la Bahía de Corral debía funcionar como un reloj, siempre atento, oteando el horizonte infinito, contando el tiempo lento de la fría lluvia, con el hambre a cuestas, en la espera del Real Situado con el preciado charqui, los zurrones de grano, algunos artículos de lujo, las herramientas, los relegados traídos de todo el reino, o tal vez esperando al enemigo europeo, algún osado corsario disfrazado de científico.

Cuatro fueron al menos las expediciones con patente de corsos que se atrevieron a venir a Valdivia con fines de conquista, aunque pocos vivieron para contarlo: en 1643 fue el holandés Elías Herckmans, de la expedición de Brouwer, en 1669 estuvo el inglés John Narborough, en 1684 el bucanero Swan y en 1690 John Strong.

Los años pasaron al calor del humo, los panes se repartieron entre los hijos e hijas, las mujeres mapuche intercambiaron sus habas, pavos y tejidos, por agujas o por sal; mientras más de alguno jugó a las cartas, sin descuidar la llamada a misa entre el sonido insistente de los cuchillones trabajando, orquestando las faenas con el tambor del mulato que daba ánimo a los presidiarios que ya desmayaban.

En cifra variable, 800 oficiales y soldados, curas, administradores del gobierno y casi 300 presos y relegados, debían convivir entre labores militares, religiosas y de sobrevivencia. Las mujeres e infantes de algunos de los soldados vivían en las cercanías, probablemente al igual que las compañeras de los presidiarios. La cerámica mapuche, raspadores y perforadores, no dejan duda de su presencia al interior de la fortificación.

Las estructuras cambiaron de lugar durante los siglos de ocupación militar; muchas permanecen bajo tierra, dormidas, atesorando épocas indocumentadas. Las casas y restos arqueológicos dispersos por toda la localidad -para 1749 se cuentan 27 casas-, fueron saqueados e invisibilizados; rellenaron los humedales, dinamitaron la piedra de La Huairona, los zapatos desgastaron la delicada cancagua hasta horadar más de un metro el suelo patrimonial. 

A lo lejos, algunas baterías, El Piojo, de La Cruz, Avanzada del Molino, La Leonera, por mencionar algunas, desaparecieron en la modernidad. Otras edificaciones, como la iglesia franciscana de Playa La Misión, los muros de piedra en San Ignacio, en Playa Grande u orillando la Isla del Rey, así como las Fábricas Reales en la Isla Teja o la de ladrillos de Niebla, permanecen como testigos de un pasado tormentoso y difuso.

De los primeros pobladores peninsulares poco quedó en la memoria; las historias de afrodescendientes de la Compañía de Pardos, los relegados, los peruanos, apenas presentes en algunos topónimos, se fueron cubriendo de tierra.

Sin embargo, la monumental construcción tallada en la roca viva, obra única en toda hispanoamérica, permaneció incólume, ejerciendo una fascinación atemporal en sus visitantes.

Hoy, dicen que los fantasmas esperan la noche para no salir en las fotografías de las miles de personas que hacen del Museo de Sitio Castillo de Niebla uno de los más visitados en Chile, documentado en su museografía exterior de apoyo a las estructuras arqueológicas, así como en la exhibición permanente de la Casa del Castellano, que reúne relatos de época para contextualizar el Monumento.

Gran muralla de defensa a tierra (sección sur)
Foso externo
Gran muralla de defensa a tierra (sección norte)
Foso interior
Panorama del Sur de la Bahía
Panorámica del Castillo
Cisterna
Panorámica del norte de la Bahía
Segundo nivel del muro norte
Polvorín
Muros huecos del polvorín
Batería tallada en la cancagua
Polvorín auxiliar
Hornos
Panorámica de la batería
Chilleras
Herrería
Casa del capellán y capilla
Almacén
Capilla
Casa del Castellano
Estructura no identificada
Taquilla
Murete
Panorámica hacia el Morro Gonzalo
Foso, contramuro y pozo de agua
Panorámica del foso exterior
Montículo de argamasa y cueva
Faro de Niebla
Fogón - Panadería y cocina

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